Ángel Barahona | 19 de septiembre de 2021
Lo que empieza siendo un amago de violencia, verbal o simbólica, va a adquiriendo carta de naturaleza poco a poco. La inquina y el odio se alimentan la tensión con su escalada verborreica.
Acaban de conseguir un centenar de vecinos llevar adelante una loable iniciativa que parece fruto de un consenso colectivo: a saber, que desaparezca del callejero de Barcelona la calle Reyes católicos. No es nada alarmante, ni significativo. Da lo mismo, que la razón sea antimonárquica o anticatólica, pero pide una reflexión de fondo. Sigue la estela de las vírgenes arrancadas de sus pedestales en Chile, hace poco; de las estatuas de Fray Junípero y de Colón arrasadas en toda América.
De verdad que no tiene nada que ver con la fobia a lo católico ni a lo monárquico. Es otra cosa menos emocional y política de lo que parece. Es el resultado de un mecanismo que puso en marcha el cristianismo y lo que este vino a revelar. Es un apéndice de lo que desde los evangelios podríamos denominar micro apocalipsis, tomados estos como ciencia predictiva y no como el libro de una religión que creemos conocer de sobra.
Dice así Rene Girard en su libro Completar Clausewitz que está a punto de salir en una nueva traducción en la editorial UFV:
«El momento decisivo de esa evolución [de los acontecimientos de la historia reciente] lo constituye la revelación cristiana, suerte de expiación divina con que Dios, en su Hijo, pediría perdón a los hombres por haberles revelado tan tarde los mecanismos de la violencia ejercida por ellos mismos. Los ritos los habrían educado lentamente, de allí en adelante los hombres debían prescindir de ellos. El cristianismo desmitifica lo religioso; y esa desmitificación, buena en lo absoluto, se demostró mala en lo relativo, pues no estábamos preparados para asumirla. No somos lo suficientemente cristianos. Puede formularse esa paradoja de otra manera y decir que el cristianismo es la única religión que habría previsto su propio fracaso. Esa presciencia se llama apocalipsis. De hecho, en los textos apocalípticos el verbo de Dios se hace oír con mayor fuerza, a contrapelo de los errores únicamente imputables a los hombres, quienes querrán cada vez menos reconocer los mecanismos de la violencia que ejercen… Por ese motivo nadie quiere leer los textos apocalípticos que abundan en los Evangelios sinópticos y en las Epístolas de Pablo. También por ese motivo nadie quiere reconocer que esos textos se plasman bajo nuestra mirada como consecuencia de la Revelación desdeñada. Por una vez en la historia, fue formulada la verdad de la identidad de todos los hombres, y los hombres no quisieron oírla, apegándose cada vez más frenéticamente a sus falsas diferencias. Dos guerras mundiales, la invención de la bomba atómica, numerosos genocidios, una catástrofe ecológica inminente no habrán sido suficientes para convencer a la humanidad, y en primer lugar a los cristianos, de que los textos apocalípticos eran atinentes al desastre en pleno desarrollo, aunque no tuvieran valor predictivo […] La violencia está desencadenada, hoy en día, a escala del planeta entero, provocando aquello que los textos apocalípticos anunciaban: una confusión entre los desastres causados por la naturaleza y los desastres causados por los hombres, una confusión de lo natural y lo artificial. Actualmente, calentamiento global y ascenso del nivel de las aguas ya no son metáforas. La violencia, que producía lo sagrado, ya no produce cosa alguna, excepto a sí misma. No es que yo me repita, es la realidad la que empieza a alcanzar una verdad, bajo ningún concepto inventada, pronunciada dos mil años atrás. Que la realidad llegue a confirmar esa verdad es asunto que nuestra irrefrenable manía por la contradicción y la innovación no puede ni quiere oír. La paradoja es que al acercarnos cada vez más al punto alfa nos encaminamos hacia el omega. Al comprender cada vez mejor el origen, concebimos cada día mejor qué es ese origen el que viene hacia nosotros: el yugo del asesinato fundador, desmontado por la Pasión, libera hoy una violencia planetaria, sin que podamos volver a cerrar lo que se abrió. En efecto, ya sabemos que los chivos expiatorios son inocentes. La Pasión ha desvelado de una vez por todas el origen sacrificial de la humanidad. Quebró lo sagrado revelando su violencia. Pero Cristo también confirmó lo divino que todas las religiones llevaban en sí. La increíble paradoja, que nadie desea aceptar, es que la Pasión liberó la violencia al mismo tiempo que la santidad».
Efectivamente se trata de un rito. Como en las Fallas el fuego quema a los ninots (personajes públicos ridiculizados) o en el carnaval de Lantz, como relata Julio Caro Baroja, se quema a un muñeco llamado Miel otxin después de descuartizarlo o en la vida cotidiana se apalea en los medios, o se lincha en las calles a policías u homosexuales, negros, o colaboracionistas, se reescribe la historia expulsando figuras históricas -de las que no se sabe nada- de la historia, valga la redundancia. Los mecanismos que servían antes de evacuación: los rituales, los toros, a duras penas logran la catarsis (la canalización de la violencia sobre un chivo expiatorio), porque ya nadie sabe por qué se hacían o son poco a poco extirpados de la vida cotidiana. Sus sustitutos, las fiestas, el deporte, se suavizan con el fair play, los toque de queda, la contención de la injerencia de alcohol y drogas, aunque solo sea por la normativa de tráfico… no logran reconducir la violencia. La reprimen, la contienen, pero son fusibles frágiles, que, a duras penas, cuando se dispare la tensión eléctrica, podrán contener el aumento de voltaje, la marea social.
La Pasión, al poner en evidencia, que la violencia social es un mecanismo mimético de rivales enfrentados permanentemente, que acuerdan descargar contra un inocente su furia asesina desvela una verdad incómoda: expiamos sobre las espaldas de otros nuestra propia insatisfacción existencial. Aunque cambien los nombres de los actores: romanos y judíos, por izquierdas y derechas, negros y blancos, mujeres y hombres, musulmanes u occidentales, pobres y ricos, colonizadores o indígenas, siempre encontraban un sistema para arreglar sus desavenencias que tenía que ver con la reveladora frase de Caifás: conviene que en esta Pascua uno pague por todos.
Ese sistema de micro expiación controlada, podríamos decir, ha sido puesta en marcha por la Revelación como un efecto colateral arriesgado. Poner a los hombres en la verdad de sus simulacros teatrales con los que evacúan su violencia interna tiene sus peligros. El primero es que se han creído que, por haber sido señalados como víctimas en algún momento de la historia pasada, su declarada inocencia que viene de la Pasión, les permite legítimamente arrojar sobre sus hipotéticos verdugos todas sus invectivas. La identidad como víctimas con derecho a la venganza se la da un gap anacrónico, porque aquellos que lo fueron, el grupo victimado con el que se identifican, no son ellos en persona, sino solo en cuanto adquieren su identidad colectiva en el nuevo teatro de operaciones. En algunos casos han pasado siglos.
Las micro expiaciones tienen un problema. Lo que empieza siendo un amago de violencia, verbal o simbólica, va a adquiriendo carta de naturaleza poco a poco. La inquina y el odio se alimentan la tensión con su escalada verborreica. Y, la sociedad de masas, configurada el gusto humano de pertenecer a la «multitud», como sabemos por todos los investigadores que han tratado de comprender los fenómenos sociales como los linchamientos, el mobing, el acoso, las manifestaciones, (Canetti, Tarde, Le Bon, Freud, Pisani, Piotet), funciona a veces como un registro eléctrico que controla los flujos excesivos de energía que gestiona el diferencial a través de fusibles que saltan antes de que se queme todo.
El sonambulismo colectivo que nos arrastra a la calle a linchar a nuestros semejantes, a quemar contenedores o iglesias, o tirar estatuas es un sistema de micro expiación. Lo sagrado primitivo, que con el sacrifico quirúrgico de esclavos o vírgenes, canalizaba la violencia interna, el odio a sí mismos de una sociedad de fracasados y fallida en sí misma, se ve replicado en la vida política por la nueva religión sagrada creada por los agitadores de masas, nuevos sacerdotes de lo público, que son los políticos de turno.
Una y otra vez se repite el mismo mecanismo puesto en marcha por un cristianismo que confió en la madurez del ser humano para comprenderse a sí mismo como asesino a la luz de lo que vino a revelar a través de la Pasión. Esa luz que se arrojó, tal vez demasiado pronto, sobre la historia llegará, pero antes nos quedan muchos micro apocalipsis por sufrir. El problema es que no nos damos cuenta de que lo que empieza por un «quítame allá esas pajas», a lo cual no damos importancia, acaba acelerándose, tendiendo a un aquelarre de sangre y lágrimas, porque no hay quién pueda contener a una masas resentidas y enfurecidas a las que se ha avivado con fuelle y paja mediática y cuyas llamas serán en breve incontenibles.
Los terremotos, siempre vienen precedidos de leves movimientos sísmicos. Los micro apocalipsis, o micro expiaciones, son la ante sala de tsunamis sociales perfectamente predecibles pero que nadie tiene la voluntad de prever. Cuando en el in crescendo exponencial de las micro expiaciones estalla la guerra civil, el todos contra todos, nadie remite a que todo empezó con el linchamiento de inocentes, en el todos contra uno que no supimos parar a tiempo.
«Lo que funda la civilización, aquello que constituye la humanidad misma de los seres humanos, es un pequeño número de reglas», explica el filósofo francés.
Los anacronismos enturbian nuestra comprensión del pasado. El colonialismo del siglo XIX guarda pocas similitudes con el proyecto de los Reyes Católicos, cuya prioridad fue salvar a las almas del paganismo.